por Raúl Tamez
imágenes de Rob Woodcox
En pocas profesiones la idea de equilibrio toma tanta importancia como en la danza. Para lograr las proezas que demanda este arte, los bailarines trabajan en el desarrollo de un equilibrio mental y físico, para así lograr un balance entre la forma y el contenido de manera virtuosa y emotiva a la hora de la ejecución.
El ejercicio profesional de la danza implica un entrenamiento arduo equiparable al de los atletas de alto rendimiento. El cuerpo es llevado más allá de los rangos articulares, se modifica a nivel estructural y se somete a jornadas de trabajo exhaustivas. El dominio de estas disciplinas requiere de años de formación y se inicia a edades tempranas. La exigencia técnica y las expectativas estéticas dejan atrás a aspirantes y bailarines que llegan a retirarse prematuramente por lesiones, presiones que inciden en la salud mental o porque no consiguen el dominio del cuerpo que implica la danza escénica.
El equilibrio corporal y psicológico son esenciales para sobrellevar el rigor que conlleva dedicarse a la danza. La estructura psíquica de los artistas del movimiento debe fortalecerse al mismo nivel que su cuerpo. Sólo con una voluntad férrea y con un adecuado cuidado de la salud, es posible lograr las proezas que demanda la profesión, además de encontrar una conexión profunda con emotividades que trasciendan lo físico. Y es que una vez que se logra llevar al movimiento más allá de su biomecánica, aparecen tonalidades expresivas etéreas que producen ilaciones místicas en el intérprete y el espectador.
Estas consonancias hacen de la danza un arte sublime, cuya poesía está por encima de la forma, la dramaturgia o el virtuosismo. Un verdadero intérprete conmueve, esgrime el espacio con su energía, es capaz de comunicar lo inefable y genera estados que conducen al paroxismo. Un bailarín que sólo demuestra proezas o acrobacias, sin una comunión interna y un sentido comunicativo, sólo ejecuta. Algo similar pasa con las obras, una coreografía funciona cuando el contenido de su propuesta supera la forma de su estructura. Para que el fenómeno dancístico suceda, el movimiento debe estar al servicio del propósito narrativo de la obra, no importa si la pieza es concreta o abstracta, si hay una raíz discursiva auténtica, se percibirá un hilo invisible de congruencia entre el subtexto o la intención del autor y el lenguaje de movimiento. Con esta concordancia de forma y contenido, la experiencia sensorial puede atravesar e incluso transformar al espectador.
Rob Woodcox, The Wave (La ola), 2019. Cortesía del artista.
La danza es una expresión que abstrae la realidad, aunque tenga la capacidad de contar historias o transmitir sensaciones, su esencia es simbólica. Se trata de un fenómeno ritual que reta a la realidad y comienza en donde terminan las palabras. Hay espectadores que buscan comprenderla desde la literalidad, pero ese tipo de explicaciones desvirtuarían su esencia. ¿Acaso intentamos comprender la música instrumental desde lo racional?, ¿nos preguntamos de qué se trata una melodía? En realidad, sólo nos dejamos permear sensitivamente, hasta que la sonoridad nos inunda más allá de lo consiente: así, recibimos su mensaje polisémico, a veces más contundente y explícito que lo textual. Lo mismo ocurre con el movimiento que se observa en la escena. Existen obras de danza que relatan dramaturgias preexistentes, pero aún en estos casos, en donde hay personajes, problemáticas y hechos concretos, el cuerpo que baila escapa de la explicación lingüística, prevalece un excedente de sentido únicamente equiparable al lirismo.
Por esto, la creación de movimiento posee un rasgo poético que, al mismo tiempo, va acompañado de importantes responsabilidades. ¿Cómo mantener un balance adecuado entre forma y contenido, entre dramaturgia y metáfora, entre lo virtuoso o lo hierático? ¿Cómo preservar la belleza sin corromper la nitidez del discurso? ¿Qué aspectos estéticos y discursivos ponderan en una composición coreográfica para que su sentido artístico trascienda? La danza es una profesión demandante, un acto sacrificial, en el que el cuerpo se entrega a la creación, cuando el espíritu y el cuerpo del danzante se sincronizan y bailan a dueto, se produce un fenómeno sagrado. Esculpiendo en el vacío se comunica lo inefable.
El equilibrio corporal y psicológico son esenciales para sobrellevar el rigor que conlleva dedicarse a la danza.
Rob Woodcox, Sky Climb (Ascenso al cielo), 2019. Cortesía del artista.
La danza es una expresión que abstrae la realidad, aunque tenga la capacidad de contar historias o transmitir sensaciones, su esencia es simbólica.
Rob Woodcox, The Tower (La torre), 2019. Cortesía del artista.
Premio Nacional de Danza 2016, Raúl Tamez es bailarín, coreógrafo y sociólogo. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte 2022-2025. Obtuvo la medalla Carla Estrada 2023 y ganó un Bessie Award en 2022. Es el primer coreógrafo mexicano en trabajar para Limón Dance Company después de José Limón y en 2017 y 2018 se hizo acreedor a dos Lunas del Auditorio. Ha creado más de 30 obras, ha bailado en compañías nacionales e internacionales y ha presentado su trabajo en más de 30 países. Cuenta con una maestría en Danza por la Liverpool John Moores University y es catedrático de la Universidad del Claustro de Sor Juana, de la UDLAP y de la Anáhuac. Instagram @raultamezdanza y @lainfinitacia