por Benjamín Ramírez
imagen de Amien Juugo
Hayao Miyazaki es uno de los grandes referentes del cine de animación japonés y mundial, reconocido por su calidad técnica, su talento para diseñar personajes fantásticos y por generar tramas que enaltecen el espíritu y crean una coherencia entre la naturaleza y la propia esencia humana.
La primera gran secuencia de la reciente película ganadora del Oscar de animación, El niño y la garza, muestra, con gran maestría estética, cómo un niño se abre paso en las llamas provocadas por un bombardeo a una ciudad japonesa en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Se presenta con dinamismo la voracidad con la que el fuego va consumiendo las estructuras, los objetos y las personas, y recrea con precisión la desesperación que genera esta hecatombe. Aunque digna de una gran película de guerra, esta escena será el preludio de una trama en la que el joven protagonista debe pasar por un crecimiento personal, enmarcado por un mundo plagado de fuerzas naturales extraordinarias que llevan a una percepción espiritual del entorno. Todo esto hace que esta cinta encaje a la perfección en el universo fílmico creado por el genio de la animación, Hayao Miyazaki.
Este cineasta suele resaltar por su inusitada imaginación, el uso de lo fantástico y por contar con un gran diseño de personajes y ambientes, que para el ojo occidental podrían revelarse como enigmáticas y altamente disruptivas. Aunque ciertamente es uno de los grandes talentos de su generación, con cintas como El viaje de Chihiro, La princesa Mononoke y Mi vecino Totoro, debemos entender que su obra refleja en gran medida la turbulenta realidad histórica y cultural que forjó su carácter.
Miyazaki nació en Tokio en 1941, lo que indica que sus primeros recuerdos son de un país en guerra. Su infancia se enmarca en el duro panorama de la posguerra japonesa, plagada de escombros y futuros desmoronados, mientras su madre permanecía en cama por una infección en la columna vertebral. Más adelante, el joven estudiaría economía, seguramente para seguir con el legado de su padre, que dirigía una empresa que fabricaba piezas para aviones. Esto hubiera sido el paso coherente según los valores propagados en el Japón de la posguerra, pero como si se encontrara en una encrucijada, el futuro director de animación no tomó la ruta convencional y prefirió seguir sus sueños y dedicarse a una práctica que estaría más cerca a lo emocional.
[…] su cine está empapado de un aura de añoranza por tiempos perdidos y de una presencia de las fuerzas naturales como si formaran parte de un mundo espiritual palpable.
Cuando tenía 23 años consiguió su primer trabajo como dibujante de fotogramas en la afamada Toei Animation, para más tarde trabajar para la TMS Entertainment experimentando distintos roles de producción que le prepararían para realizar su primer cortometraje titulado Yuki no Taiyou, a sólo una década de haber comenzado su camino en el mundo de la animación. Lo que resulta sintomático es que el corto de menos de cinco minutos ya muestra algunos de los temas centrales que se convertirían en insignias del director japonés: una protagonista que demuestra gran fortaleza ante la adversidad y una serie de retos que llevan al personaje a madurar y entender su entorno de manera distinta. No obstante, habría que esperar hasta su primer largometraje como director en solitario, Nausicaä del Valle del Viento, para tener todos los elementos que lo conformarían como un cineasta con un estilo único. Un año después, junto con dos colaboradores cercanos, Toshio Suzuki e Isao Takahata, fundaría el prolífico Studio Ghibli, que encumbraría la animación japonesa a nivel internacional y aunque la visión de Miyazaki es la que pondría gran parte del estilo de los filmes creados por esta firma, las diferentes perspectivas de los directores y guionistas crearían un espacio en el que la esencia de lo japonés podía expresarse, desde el romance adolescente de Susurros del corazón, hasta la seriedad y crudeza de filmes como La tumba de las luciérnagas.
Cualquiera que perciba la obra del maestro Hayao Miyazaki entenderá que, aunque tenga una diversidad de tramas y personajes, su cine está empapado de un aura de añoranza por tiempos perdidos y de una presencia de las fuerzas naturales como si formaran parte de un mundo espiritual palpable. Esto, sin duda, forma parte de un dilema propio de la generación nacida de las cenizas de la Segunda Guerra: ¿hay que mirar al futuro y tomar el camino del progreso o rescatar la esencia de lo tradicional japonés que hoy en día se encuentra olvidado y suplantado por el éxito económico y los avances tecnológicos? Sus películas son verdaderos ensayos cinematográficos que demuestran una gran nostalgia por lo que antes definía al japonés. No es casual que en ellas se muestren recuerdos que se conectan con la vida del director, como cuando a sus cuatro años presenció el bombardeo de una ciudad: su cine no sólo es coherente con un sentimiento general, sino con su propia vida, en la que, después de una serie de experiencias dolorosas, se convirtió en un director resiliente, sabedor que las aflicciones pasadas pueden forjar una visión diferente, que desde el corazón demuestre que en el mundo sigue habiendo inocencia y belleza.
Amien Juugo, Hayao Miyazaki, 2015. Cortesía del artista.
Benjamín Ramírez Zamudio es historiador, catedrático del Instituto Thomas Jefferson y estudiante de maestría en la Universidad Iberoamericana. Se ha especializado en la historia de la Edad Media y en los cambios de configuración del tiempo durante los siglos XIX y XX.