LA PALPABILIDAD DE LO REAL

Meredith Dittmar, See for yourself (Ve por ti mismo), 2013. Cortesía de la artista.

por Luigi Amara

ANTE UNA REALIDAD CONTEMPORÁNEA AFINCADA EN LA VIRTUALIDAD, VALE LA PENA RECONSIDERAR EL PODER VITAL QUE EXISTE EN LA EXPERIENCIA DEL TACTO, DE TOCAR A OTROS, COMO ELEMENTO IMPRESCINDIBLE PARA EXPERIMENTAR LO REAL.

Confinada al espacio doméstico, adelgazada a su dimensión virtual, encerrada en el espejo de las redes sociales, la realidad ya no es lo que solía. Como si se tratara del sueño del idealismo devenido en pesadilla, vivimos en una realidad sin espesor, descorporizada, donde la presencia y el sentido del tacto parecen completamente abolidos. La añeja preeminencia del ojo y el oído como sentidos “nobles” ha culminado en esto: en una existencia espectral, que elude y teme al contacto y depende de las intermitencias audiovisuales de la pantalla. Este es el culmen de la civilización de la distancia, de la moral ultramundana del noli me tangere, de la erótica enrevesada del horror al cuerpo: millones de celdas interconectadas (pero al cabo solitarias) que prescinden de la palpabilidad esencial de lo real.

De todos los sentidos, el tacto es el único que no puede perderse. Si se apaga la vista o falla el oído, siempre puede recurrirse a las yemas de los dedos o a la vibración de la piel; ya Epicuro, Lucrecio y los antiguos atomistas postularon que todos los sentidos no son sino variedades o sofisticaciones del tacto. Pero justo lo que no podemos perder lo hemos acaso ya perdido. La reclusión impuesta por la pandemia le vino como anillo al dedo a un proceso de afantasmamiento de larga data, que nos hacía pertrecharnos detrás de nuestras máscaras digitales y desplazar la plaza pública hacia el ciberespacio. La interacción virtual está diseñada sobre la base de la compulsión: volver y volver en busca de gratificaciones evanescentes; esa insaciabilidad inherente quizá se relacione con que el tacto apenas entra en juego: por más que nos “toquen” los videos virales o los mensajes de 140 caracteres y por más fantasías de trajes enchufados y electrodos dispersos por el cuerpo, la piel —el órgano más extenso y variado de nuestra anatomía— permanece adormecida.

Meredith Dittmar, Plane Flipping (Avión volteado), 2016. Cortesía de la artista.

 

Tocar y ser tocados es tan terapéutico que puede significar la diferencia entre la vida y la muerte.

Se dice que los fantasmas —al cabo sombras de cuerpos— son capaces de espiar la vida de los vivos y aun de oler y degustar los alimentos que ofrendamos a su memoria, pero que están marginados del tacto. Por lo menos desde Homero, la literatura alberga numerosos fantasmas a los que les es posible entrever y escuchar, pero que cuando les tendemos los brazos se desvanecen, más ligeros que el humo. Aunque nos representemos el Inframundo como un sitio opaco y triste, tal vez la vida virtual en las redes sociales se desarrolle a su imagen y semejanza, salvo quizá por los colores abrillantados y los filtros.

Tanto en las incubadoras y cuneros como en los asilos de ancianos se ha comprobado la importancia capital del tacto. Tocar y ser tocados es tan terapéutico que puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. La simple sensación de otra piel a nuestro alrededor, rozándonos o palpándonos o auscultándonos, sin llegar siquiera al masaje o la caricia, resulta fundamental para la estimulación y el equilibrio del organismo. Incluso los contactos imperceptibles se vuelven significativos para la mente subterránea, como bien saben las meseras, que procuran tocarnos inadvertidamente para hacer más placentera nuestra estancia y, claro, en busca de mejores propinas. Es revelador que la sensación de aislamiento comience, en muchos animales, con la ausencia de lo tangible.

La experiencia de lo táctil es tan primigenia, inconfundible y prelingüística que se confunde con la experiencia de estar vivos […].

Meredith Dittmar, Mind Invaders (Invasores de la mente), 2015. Cortesía de la artista.

A pesar de que los demás sentidos nos engañen, sabemos que algo es real si lo podemos tocar. Y si bien la ciencia ha dejado de confiar en criterios antropocentristas, en la vida cotidiana es una piedra de toque decisiva: por eso nos pellizcamos para saber si estamos soñando, por eso queremos cerciorarnos de que las estrellas de cine también están hechas de carne y hueso. La experiencia de lo táctil es tan primigenia, inconfundible y prelingüística que se confunde con la experiencia de estar vivos, de allí que después de estar atrapados durante horas en los pasadizos de la realidad virtual, empecemos a sentir que perdemos profundidad, contextura, cuerpo, como si en efecto nos estuviéramos convirtiendo en fantasmas eléctricos. 

Meredith Dittmar es una artista estadounidense cuyo trabajo explora el momento inmediato y todo lo que surge de él. Por medio de su experimentación con materiales, crea imágenes espontáneas que expresan la naturaleza de la realidad de manera directa, al tiempo que imagina una pulsión alegre y salvaje que empuja los límites de las cosas, anhela la innovación y sondea lo desconocido. Dittmar se vale de la creación artística para explorar, iluminar y romper los límites del yo condicionado y lidiar con las demandas externas de las identidades que asumimos. www.meredithdittmar.com | Instagram @meredithdittmar

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Luigi Amara es escritor, paseante y editor. Ha escrito seis libros de poemas, entre los que destacan El cazador de grietas (Premio Elías Nandino, 1998) y Nu)n(ca (Premio Manuel Acuña, 2015). Entre sus libros de ensayo destacan Historia descabellada de la peluca y La escuela del aburrimiento. Su libro más reciente es Dobleces/El quinto postulado (Sexto Piso, 2018). Instagram @leptoerizo.