por L. M. Oliveira
HOY SE PRESENTA LA NECESIDAD DE CONOCER LA EXPERIENCIA DE LOS OTROS PARA DESARROLLAR UNA VERDADERA EMPATÍA Y ASÍ, SUPERAR LA INDIFERENCIA SOCIAL.
Adam Dant, From the Library of Doctor London (De la biblioteca del Doctor Londres), 2012. Imagen cortesía del artista y Hales London New York. Copyright del artista.
Vivimos en una sociedad indiferente. Hay madres e hijos que esconden, toleran o aceptan que sus maridos y sus padres sean políticos o empresarios corruptos, asesinos, secuestradores, machos. Basta ver cómo a muchos les tiene sin cuidado tanto la desigualdad, como la pobreza. Incluso existen quienes se atreven a decir que las personas que tienen poco o nada, viven así porque no les gusta trabajar. Es desolador ver cómo la gente tira basura por la ventana de su coche, como si se esfumara en el aire cuando deja su mano, y lo es porque es muy sencillo enseñar a no tirar basura. Sin hablar de quienes niegan el cambio climático, le estamos dejando un futuro muy oscuro a nuestros descendientes.
Los seres humanos somos tribales. En la prehistoria, cuando apenas éramos unos cuantos homínidos compitiendo contra otros, sobrevivimos gracias a la capacidad de luchar hasta la muerte por nuestra tribu. Es una característica bien establecida en nuestro cerebro, tanto que, aún hoy que no tenemos ni 10 mil años viviendo en sociedades más complejas, motiva muchas de nuestras acciones. Gracias a esa cualidad gregaria, podemos decir que la lealtad es más fuerte que el sentimiento de justicia, en consecuencia, muchas veces la madre protege al hijo sicario.
Pero no todo tira hacia lo negativo en nuestra posibilidad de relacionarnos con los desconocidos. Compartimos con los mamíferos la capacidad de ser empáticos. La empatía nos permite conocer el sentimiento de los otros, ponernos en sus zapatos, por eso cerramos los ojos en la sala de cine cuando vemos que un médico abre con un bisturí el torso de un paciente, aunque sepamos que todo es ficticio, así como condolernos por un perro maltratado. Este sentir brota naturalmente de nuestro cerebro cuando presenciamos algo doloroso o alegre. Sin embargo, como no siempre estamos en la posibilidad de presenciar las desgracias de los demás, hay un nivel de la empatía que requiere imaginación para suponer los sufrimientos de quien vive en pobreza extrema, el dolor de la familia de un secuestrado, la vida que tendrán las generaciones futuras en un mundo devastado por el cambio climático. Esa forma de pensar se puede enseñar tanto en las aulas, como en la familia, con la ayuda de diversas disciplinas humanas. Por ejemplo, con la literatura, ahí están Los miserables, Grandes esperanzas, y tantas obras o con el cine, ya sea documental o de ficción, como en Chasing Ice, donde un fotógrafo expone la velocidad con la que están desapareciendo los glaciares. También ayuda el periodismo que se adentra en realidades catastróficas como la guerra o las hambrunas: ahí está El hambre, de Martín Caparrós. Y podemos pensar en la música, en la pintura y en tantos otros campos del conocimiento humano.
Una sociedad democrática necesita de ciudadanos capaces de sentir empatía y burlar los cercos que representa el tribalismo. No se trata de amar a los extraños como amamos a nuestros amigos, representaría un sinsentido, no habría relaciones especiales. La idea es desarrollar la capacidad de entender el dolor de los otros. Ese proceso fortalecería nuestras sociedades y terminaría con la indiferencia. La democracia no es innata a los seres humanos, se aprende. Y aquí podemos hablar de uno de los fracasos del sistema educativo. No necesitamos de pruebas como la PISA para saber del fracaso de nuestro sistema educativo: la educación no ha podido contrarrestar a una sociedad de machos, prejuiciosos, contaminadores e indiferentes con los necesitados. Es importante tener en cuenta que las sociedades son proyectos comunes. O cambiamos nuestra forma de educar o no tendremos futuro. Debemos enseñar a preocuparnos por los otros.
No es difícil ver la relación que la ignorancia tiene con la indiferencia. Nacemos indiferentes a los extraños, incluso desarrollamos mecanismos de defensa que implican desconfiar de quienes no son como nosotros, es natural. Sin embargo, tenemos la posibilidad de dar un brinco y preocuparnos por gente que está más allá de nuestro círculo íntimo. Para ello necesitamos conocimiento, tanto empírico, como imaginativo y también teórico. Empírico, porque conocer personalmente a los otros hace que nos resulte más difícil ignorar su dolor; imaginativo, porque no podemos conocer a todos los humanos del mundo y sí somos capaces de imaginarnos en sus zapatos; teórico, debido a que la igualdad es una idea, un “desarrollo tecnológico” que nos permite vivir en paz en sociedades complejas. Sin embargo, hemos avanzado muy poco en el conocimiento de cómo enseñar el concepto de igualdad. No basta con cacarearlo, es un hecho que no somos iguales física ni cultural ni socialmente, es más, celebramos la diversidad que enriquece a los grupos humanos. ¿Cómo enseñar ante tanta desigualdad que la igualdad radica en que todos tenemos derecho a una vida mínimamente digna? No es una idea fácil de entender y, sin embargo, resulta fundamental para vivir en una sociedad justa. Sin duda la igualdad se vincula a la imaginación y a la empatía, y debemos explorar dichos senderos para enseñarla, y no sólo los procesos históricos que llevaron a nuestros antepasados a postularla como idea fundadora de nuestras sociedades democráticas.
En fin, si enseñáramos a imaginar, a ser empáticos y a entender las razones de la igualdad, qué fácil resultaría después aprender a sumar, a leer y a comprender el universo de la ciencia. Pero si seguimos pensando en la tribu, sólo nos quedará la desigualdad y las trincheras: ¿quién puede aprender algo así?
Adam Dant, French Substance (Sustancia francesa), 2006. Imagen cortesía del artista y Hales London New York. Copyright del artista.
Adam Dant, Soho Square (Plaza Soho), 2014. Imagen cortesía del artista y Hales London New York. Copyright del artista.
¿Cómo enseñar ante tanta desigualdad que la igualdad radica en que todos tenemos derecho a una vida mínimamente digna?
L.M. Oliveira es escritor de ensayos y novelas, los más recientes son: Árboles de largo invierno, Almadía, 2016 y Resaca, Literatura Random House, 2014. Investigador del CIALC/UNAM. Profesor de filosofía moral