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EL FACTOR HUMANO: REPENSANDO LA INCOHERENCIA DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA

por Alejandro Porcel Arraut
imágenes de Massinissa Selmani

Entre las formas ideales de gobierno y su ejecución en la vida práctica existe un espacio de incoherencia en el que emociones, afectos, ideas, preferencias y aspiraciones de los funcionarios públicos se ponen en juego. Este texto nos invita a hacer una reflexión franca sobre la vocación política y el ejercicio del poder, a fin de pensar los problemas de la administración pública en términos realistas y en esa medida tener una mayor posibilidad de transformación.

Hay dos formas extremas, pero complementarias, de pensar la administración pública. Por un lado, desde el deber ser, como una maquinaria automatizada, muchas veces asociada al progreso institucional, en la que los funcionarios son peones subordinados a la operación de reglas, manuales y lineamientos. Por el otro, como un antro de corrupción, plagado de funcionarios coludidos que buscan un beneficio personal por encima de las normas y principios que deben seguir. 

Ambas visiones responden a una realidad: la incoherencia entre las leyes y los ideales de las políticas públicas. Ambas atribuyen la discordancia al factor humano; ambas están equivocadas. 

La primera es una visión idealista que busca erradicar el factor humano de la ecuación para alcanzar el modelo weberiano de la racionalidad burocrática. La segunda es una visión pesimista que asume que personalizar la burocracia sólo puede llevar a su corrupción. 

El imaginario popular mexicano refleja la confluencia de estas visiones. En el país de las ineficiencias gubernamentales es común pensar que, en cuanto una persona se convierte en funcionaria pública, de inmediato es sospechosa de corrupción, intereses ocultos y tratos sucios. 

Estas visiones dominantes nos invitan a suprimir el factor humano en la administración pública. Por eso todos los procedimientos engorrosos de la burocracia. La reciente Mejora Regulatoria en la Ciudad de México agregó más candados y formatos que los funcionarios públicos deben completar para asegurar que sus acciones y programas sigan las reglas. La transparencia sigue el mismo principio. Bien practicada da acceso a esos documentos que dejan registro de las transacciones burocráticas. Estos documentos ayudan a crear una pantalla de racionalidad, ya que ninguno muestra el trabajo que hubo detrás de ellos: el trabajo sensible, humano. 

Al ocultar el factor humano, ignoramos un hecho clave: las formas ideales, como las leyes, no pueden existir como tal porque su implementación debe adaptarse a la realidad social y política.

Lo que se ha conseguido al “igualar” la modernización institucional con la deshumanización de la función pública es una ilusión. Aunque logremos tecnificar la racionalidad, el factor humano sigue presente. Yo fui funcionario público en la CDMX y sé que la burocracia es una organización de personas con ideas, empatías, emociones, preferencias y aspiraciones.

Al ocultar el factor humano, ignoramos un hecho clave: las formas ideales, como las leyes, no pueden existir como tal porque su implementación debe adaptarse a la realidad social y política. El trabajo de los funcionarios públicos es servir de bisagra entre los ideales consagrados en las leyes y la implementación práctica, por medio de decisiones, negociaciones, concertaciones y consensos.

Los funcionarios públicos enfrentan una encrucijada entre la ética y la eficiencia: seguir los ideales u optar por el pragmatismo. ¿Sirve de algo quedarse en el bastión ético si eso significa no implementar ningún proyecto y no dar resultados tangibles?, ¿qué hay de caminar la cuerda floja del pragmatismo, con sus compromisos éticos, en aras de la eficiencia de las políticas?

Como ciudadanos nunca hemos podido opinar al respecto; como funcionario estas preguntas son el pan de cada día. En una entrevista reciente, Alexandra Ocasio-Cortez (AOC) comentó que no se habla suficiente de la vocación política, de las habilidades, la disciplina y la agudeza necesarias para ejercer el servicio público. Como dice AOC, no se trata de si algo es político —porque siempre lo es— sino de cómo se usa el poder.

Massinissa Selmani, Soon #7 (Pronto #7), 2016. Cortesía del artista.

Los funcionarios públicos enfrentan una encrucijada entre la ética y la eficiencia: seguir los ideales u optar por el pragmatismo. 

Massinissa Selmani, Bonjour, bonsoir (Buenos días, buenas noches), 2020. Cortesía del artista.

Hay funcionarios públicos capaces e incapaces, honestos y entregados, deshonestos y coludidos. El problema es que, incluso quienes hacen bien su trabajo, pocas veces hablan de cómo se alinean las leyes y su implementación. A pesar de ser definitorio, este trabajo permanece oculto de la mirada pública. Con razón, muchos teóricos de la ciencia política definen al Estado como una “caja negra”, y es común escuchar a activistas hablar de la necesidad de un “gobierno abierto”. Sin embargo, debemos plantearnos qué queremos ver. 

Las visiones idealistas y pesimistas de la burocracia han creado un estigma en torno a la función pública. La transparencia, irónicamente, ha contribuido a ocultar y estigmatizar. ¿Por qué?, porque los formatos de transparencia no tienen apartados donde se pueda hablar de las restricciones reales y políticas que rodean la implementación.

Resistir, negociar, concertar, llegar a acuerdos, comprometerse. Estas acciones imprescindibles para gobernar son altamente humanas y, por tanto, no han tenido cabida en el debate público de la modernización administrativa. 

Al llenar los formatos de transparencia, los funcionarios públicos –conscientes del estigma de la humanización de la administración– sustituyen los factores reales de decisión por consideraciones técnicas que no fueron determinantes en el proceso de decisión, pero que encajan con la noción racional de la administración pública. 

Incluso si las implementaciones son exitosas, los funcionarios censuran esta faceta de su trabajo y los ciudadanos nos quedamos ante la caja negra, sin una noción de las buenas prácticas. Este ocultamiento crea una segunda incoherencia que atraviesa el corazón de la administración pública: entre lo que sucede y lo que el público conoce. 

La incoherencia entre las leyes y su implementación es una característica inherente de la administración pública; también lo es el factor humano. Mientras no se haga público el debate de alinear las leyes y su ejecución, no tendremos otra opción que esperar lo improbable y depender de “la corrupción” como única explicación cuando fracasen. 

¿El factor humano es un riesgo? Sin duda. Con más razón necesitamos una transparencia política, un lenguaje para hablar de la vocación política, para comparar proyectos y formas de gobierno. Tenemos que conversar sobre el ejercicio del poder sin estigmatizar el factor humano. Más allá de las nociones de corrupción total, es preciso influir en la toma de decisión para descubrir las políticas públicas.

Massinissa Selmani, Maquette #4 (Maqueta #4), 2015. Cortesía del artista.

Massinissa Selmani, Éclat (Brillo), 2020. Cortesía del artista.

Alejandro Porcel Arraut es internacionalista por El Colegio de México y antropólogo social por la Universidad de Cambridge, Reino Unido. Su proyecto de investigación actual indaga el trabajo y la cultura del transporte público de la Ciudad de México.

Massinissa Selmani es un artista de origen argelino que vive y trabaja entre Francia y Argelia. A partir de la simplicidad y el dibujo como herramientas principales, la obra de Selmani explora la brecha entre las ideas y la práctica en el campo de la política y la administración pública. Por medio de escenas en las que el absurdo y lo contradictorio toman un lugar central, estas imágenes nos conducen a reflexionar de manera crítica y franca sobre nuestras prácticas. www.massinissa-selmani.com | Instagram @massinissaselmani

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