Simone DG, Ascoli, Marche (Ascoli, Marcas). Cortesía del artista.
por el Doctor Juan Luis González Alcántara Carrancá
ANTES DE PRETENDER DESCIFRAR EL FIN ÚLTIMO DEL ORDEN JURÍDICO, SE HACE NECESARIO ANALIZAR LAS POSIBILIDADES QUE ESTE CAMPO OFRECE PARA LOGRAR UNA NOCIÓN DE ARMONÍA SOCIAL QUE SE PERCIBA E INCIDA DIRECTAMENTE EN NUESTRA REALIDAD.
Desde los primeros días de nuestra formación profesional, los juristas recibimos una definición de nuestro objeto de estudio, la cual, con más o menos calificativos, se reduce a un conjunto de normas (juicios prescriptivos, en términos kantianos) que regulan la conducta del ser humano en sociedad. Aunque dicho concepto, provisto de un sujeto y un objeto inmediato determinados, resulta difícil de debatir en cuanto a la precisión denotativa de sus conceptos, a menudo se ve complementado por calificativos adicionales que, a diferencia de los anteriores, suelen ser con mayor frecuencia objeto de debate entre los miembros de la academia.
Uno de los ejemplos más paradigmáticos de lo anterior radica justamente en el objeto mediato del derecho, esto es, en su finalidad. En otras palabras, si bien la función reguladora del ordenamiento jurídico no se encuentra, por lo general, sujeta a debate, su finalidad ulterior, el para qué de dicha función reguladora, constituye uno de los focos más intensos de un debate interdisciplinario que rebasa el ámbito netamente jurídico para extenderse a la filosofía, la ciencia política, y una plétora de campos de estudio imposible de enumerar exhaustivamente.
Estos calificativos tienden, por lo general, a enfatizar un elemento determinado, en función de la metodología o la orientación ideológica que los inspire, ya sea la justicia (en sentido abstracto o concreto), la seguridad y el orden o, en casos particularmente específicos, objetivos sumamente concretos como el progreso material o la distribución de la riqueza.
Así las cosas, el fin último del derecho parece desplazarse en un espectro, en uno de cuyos extremos podemos encontrar el escepticismo casi nihilista del deconstructivismo de Derrida,¹ quien, parafraseando a Michel de Montaigne, declara que “las leyes no se obedecen por ser justas, sino por ser leyes,” privando así al derecho vigente (en palabras de Derrida, la “justicia mítica”, en oposición a la “justicia divina”) de cualquier valor ético inherente.
En el otro extremo, con un grado similar de misticismo, podemos encontrar las posturas esencialistas (algo así como el fiat iustitia, et pereat mundus de Fernando I), cuyo desiderátum último parece desplazarse en el plano más etéreo de las certezas morales absolutas.
Simone DG, Sulmona, Abruzzo. Cortesía del artista.
[…] se trata de determinar si es posible integrar este calificativo [armonía] al concepto de manera que resulte no sólo consensuable, sino materialmente significativo […].
Simone DG, Marche (Marcas). Cortesía del artista.
Simone DG, Parma, Emilia Romagna. Cortesía del artista.
El consenso […] debe sostenerse a lo largo del tiempo, formando parte activa de la vida de sus miembros y de lo que éstos conciben como su papel en la sociedad.
No es nuestra intención, ni debe serlo (al menos en este contexto), decantarnos de lleno por una de estas posturas, o siquiera por alguna otra comprendida en el espectro, sino meramente analizar la posibilidad de alcanzar un concepto funcional de “armonía” dentro de la descripción teleológica del orden jurídico. En otras palabras, se trata de determinar si es posible integrar este calificativo al concepto de manera que resulte no sólo consensuable, sino materialmente significativo, esto es, susceptible de incidir en la realidad perceptible.
Consideramos no sólo que dicha extensión epistémica es posible, sino que el método que proponemos resulta idóneo, por su propia naturaleza, para garantizar un resultado susceptible de ser acogido voluntariamente por sus destinatarios. Nos referimos, desde luego, a la noción de consenso traslapado de John Rawls,² que consiste en el establecimiento, a partir de una pluralidad de concepciones (grupales o colectivas) de justicia,³ de un mínimo común denominador, representado por el punto de “traslape” de dichas concepciones.
En esta inteligencia, el consenso traslapado no sólo nos brinda una noción directa de la armonía como componente integral de la definición del derecho (a saber, la coyuntura entre varias concepciones específicamente relacionadas con el concepto), sino que, por las propias mecánicas inherentes al mecanismo, el resultado final necesariamente corresponde al resultado de un “traslape consensual”. En otras palabras, aun si el contenido real del resultado no versa directamente sobre la noción de armonía per se, el método constituye una armonización de intereses divergentes.
Desde luego, dicha postura únicamente puede concebirse dentro de un Estado de Derecho, en el que la normatividad objetiva sea no sólo cognoscible y previsible, sino que permita, mediante mecanismos mínimamente funcionales, la injerencia directa de los destinatarios de la norma en su creación y modificación. El consenso, en otras palabras, no puede agotarse en el momento de su cristalización, sino que debe sostenerse a lo largo del tiempo, formando parte activa de la vida de sus miembros y de lo que éstos conciben como su papel en la sociedad. Sólo este nivel de traslape, al mismo tiempo firme y claro para garantizar su predictibilidad, y flexible para amoldarse a las fluctuaciones en la voluntad de sus autores, puede constituir verdaderamente una armonización de intereses digna de ser integrada en la definición del derecho.
Simone DG, Urbino, Marche (Urbino, Marcas). Cortesía del artista.
El Doctor Juan Luis González Alcántara Carrancá es Rector Honorario de Universidad Humanitas.
1. Cfr. Jacques Derrida, “Force of Law: The Metaphysical Foundation of Authority” en Drucilla Cornell, Michel Rosenfeld y David Carlson (eds.), Deconstruction and The Possibility of Justice, (1992) Routledge.
2. Cfr. Ludwig Von Mises, Human Action (EEUU: Ludwig von Mises Institute, 1949), pp. 190-192.
3. En este caso, se utiliza el concepto en su acepción más amplia posible, entendiéndose por ello la finalidad última de la norma jurídica independientemente de su contenido.