SEMILLAS DIGITALES, RAÍCES REALES

por Cristina Ayala Azcárraga
imágenes de Carly Glovinski

En esta columna, la autora relata su recorrido de bióloga a activista ambiental en redes sociales, y reflexiona sobre el papel del conocimiento académico, la divulgación científica digital y la tensión entre las aulas y las plataformas. Más allá de la viralidad, plantea la urgencia de fomentar la conciencia ambiental y el pensamiento crítico para lograr un impacto real.

Mi camino como divulgadora de la ciencia comenzó como suelen comenzar muchas cosas en la vida, con una semilla. Empecé a realizar videos de divulgación científica por una cadena de WhatsApp, de esas que circulan entre tías, amigas de la escuela y grupos de vecinos: “Si comes fruta, no tires la semilla, guárdala y plántala en los camellones para crear un bosque urbano”. La intención era buena, pero el consejo, no tanto.

Como bióloga, sé que lanzar semillas exóticas en espacios públicos puede tener consecuencias ecológicas y sociales serias. Pero también sé que corregir con un tono académico y distante no sirve de mucho. Así que, en lugar de contestar con un artículo técnico que explicara las desventajas de esta idea, hice un video. Así inició mi trabajo de divulgación digital, una decisión que tomé no porque fuera parte de mi plan profesional, sino porque vi ahí una grieta: un lugar intermedio entre el conocimiento académico que rara vez sale de sus muros y las ganas genuinas de mucha gente por hacer las cosas bien.

Con el tiempo entendí algo que he podido corroborar en mi experiencia docente: hay una diferencia enorme entre que un contenido llegue y que transforme. En las redes sociales, los algoritmos premian lo que emociona rápido: la indignación, la ternura, el asombro. Pero la sostenibilidad, por definición, es lo opuesto a lo inmediato. Es lenta, compleja, incómoda. Habla de interdependencias, de causas profundas, de cambios estructurales. No es fácil “hacerla viral” o, por lo menos, no sin trivializarla.

¿Eso significa que debemos renunciar a las redes como espacio educativo? En absoluto. Significa que debemos usarlas con conciencia. Viralizar no es el problema. El problema es reducir lo complejo a eslóganes vacíos o celebrar acciones individuales simbólicas y dejar intactas las estructuras que sostienen la crisis. Decir “no uses popote” puede ser una puerta de entrada, pero si es la única conversación que tenemos, estamos fallando.

Desde la educación, tenemos el reto y, sobre todo, la oportunidad de ayudar a leer críticamente ese universo digital saturado. No se trata de competir con las plataformas desde las aulas, sino de entender sus lógicas para enseñar a navegarlas. ¿Qué tipo de contenidos compartimos? ¿Por qué lo hacemos? ¿Qué efecto tienen más allá del like? ¿Qué aprendizajes pueden florecer a partir de una tendencia viral?

Desde mi experiencia, el conocimiento que transforma necesita por lo menos de dos cosas: sentido y vínculo. Sentido, porque debe conectarse con las realidades concretas de quien lo recibe y vínculo, porque solo aprendemos realmente cuando sentimos que lo que se nos dice tiene algo que ver con nosotros, con nuestras preguntas y nuestras emociones. Y eso, a veces, comienza con una historia. O con un video de un minuto.

En mi experiencia, hay estrategias que ayudan a transitar entre la viralidad y el impacto real: usar el humor, narrar desde lo cotidiano, mostrar el detrás de la ciencia (con sus dudas, sus matices), construir confianza sin pretender tener siempre la razón. Y, sobre todo, medir el impacto no solo con métricas de redes, sino con las conversaciones que se abren, con los proyectos que nacen, con los “yo no sabía eso” que se convierten en “¿y ahora qué hacemos?”.

Para quienes enseñamos, este es un recordatorio de que el conocimiento no se transmite: se construye. Para quienes aprenden, una invitación a no conformarse con las respuestas apresuradas. Y para ambos, una pregunta: ¿cómo podemos hacer de la información algo más que consumo? ¿Cómo la convertimos en conocimiento vivo, que nos incomode, nos movilice y, ojalá, nos transforme? La respuesta la seguimos construyendo entre todos. 

Carly Glovinski, Almanac (Almanaque), 2024. Fotografía de Julia Featheringill. Cortesía de la artista

[…] medir el impacto no solo con métricas de redes, sino con las conversaciones que se abren, con los proyectos que nacen, con los ‘yo no sabía eso’ que se convierten en ‘¿y ahora qué hacemos?’.

[…] la sostenibilidad, por definición, es lo opuesto a lo inmediato. Es lenta, compleja, incómoda. Habla de interdependencias, de causas profundas, de cambios estructurales.

Carly Glovinski, Canning the Sunset (Enlatando la puesta de sol), 2021-2023. Fotografías de Michael Winters. Cortesía de la artista.

Carly Glovinski, Canning the Sunset (Enlatando la puesta de sol), 2021-2023. Fotografía de Michael Winters. Cortesía de la artista.

Carly Glovinski, Almanac (Almanaque), 2024. Fotografía de Julia Featheringill. Cortesía de la artista.

Cristina Ayala Azcárraga es bióloga y doctora en Ciencias de la Sostenibilidad por la UNAM. Tiene un posdoctorado en Ecología del Paisaje. Profesora de la Facultad de Arquitectura de la UNAM y en la Universidad Iberoamericana. En su podcast Ciudades para todos y sus redes sociales difunde información que le permita a las personas formar su propio criterio respecto a temas relevantes a la sostenibilidad.

Carly Glovinski es una artista estadounidense cuyo trabajo refleja un espíritu ingenioso y autosuficiente, arraigado en las tradiciones artesanales domésticas y en una profunda reverencia por la naturaleza. Su práctica, moldeada por las mareas, las flores de temporada y los procesos repetitivos, captura el tiempo y el lugar por medio de la observación paciente y el trabajo manual. Las piezas sensibles de Glovinski ofrecen una alternativa contemplativa al ritmo acelerado de la cultura digital, invitando a una atención cuidadosa hacia el mundo natural y fomentando un compromiso significativo y duradero. Su obra está representada por Morgan Lehman Gallery en Nueva York.
www.carlyglovinski.com | Instagram @cglovinski