Jee Young Lee, Monsoon Season, 2011. © Jee Young Lee. Cortesía de OPIOM Gallery.
por Mariano Ballesté Chorén
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Damos por comprendido el concepto de identidad, sin embargo al razonarlo no alcanzamos una definición que pueda explicarse con palabras. En el interior sabemos qué es, pero ese saber está condicionado por la existencia misma. Este escrito aborda reflexiones filosóficas, psicoanalíticas y literarias en busca de revelar el enigma de la identidad.
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La identidad es un término cuyo significado la mayoría de las personas creen comprender en su totalidad. Es más, en realidad, nunca buscan cuestionarla, sino simplemente darla por un hecho. Si dicho término se coloca sobre la balanza de la razón, con el objetivo de ser definido, aquel que emprenda dicha acción se encontrará, ineludiblemente, con la misma situación y con la misma respuesta a la que llegó San Agustín cuando buscaba definir el tiempo: “[…] Si nadie me lo pregunta lo sé; si quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé” (San Agustín en Indij, 86). Por lo tanto, si se cuestiona qué es la identidad se duda y, si se duda, se reconoce el no saber. ¿Qué no saber es ese?, pues el no saber quién se es. Es interesante ver que es justamente de esta duda, la que casi nadie quiere enfrentar, de donde viene la certeza que hoy en día se tiene sobre qué es la identidad. Fue René Descartes quien, por todos nosotros, dudó para no dudar, eliminando todo aquello que lo podría engañar. Una vez que todo fue descartado, este filósofo llegó a la siguiente conclusión en sus Meditaciones Metafísicas: “Estoy seguro de que soy una cosa que piensa; […] (95)”. Y es justo de esta conclusión que surge su famoso: Cogito ergo sum (“Pienso, luego existo”). Es en este momento que aparece, para “nuestro bien”, una respuesta narcisista al quién soy yo, la cual, a su vez, al darnos tranquilidad y seguridad, nos permite incrustarnos en la creencia de una unidad que nos define como seres humanos: “eso que piensa soy yo”. No importa si lo que me rodea es una ilusión o sombras platónicas, ya que de lo que sí estoy cierto es que yo existo independientemente de todo lo demás. Este modo de ver y de percibir el mundo sigue siendo vigente en el pensamiento generalizado. ¿Pero por qué razón el ser humano busca refugio y se rige por una “certeza” fundada sobre la duda?
Un siglo después, como detractor del pensamiento cartesiano, el filósofo empirista inglés David Hume arguye que la identidad proviene de la memoria, la cual, para él, no es más que una cadena de percepciones (impresiones o ideas) que debido a su relación de semejanza, de continuidad o de causalidad es la encargada de crear la ilusión de que las cosas y las personas poseen una unidad estable, eso que solemos llamar esencia, sustancia o alma.
Como la memoria por sí sola nos hace conocer la continuidad y extensión de esta sucesión de percepciones, debe ser considerada, por esta razón capitalmente, como la fuente de la identidad personal. Si no tuviésemos memoria, jamás podríamos tener una noción de la causalidad, ni, por consecuencia, de la cadena de causas y efectos que constituyen nuestro yo o persona. Sin embargo, habiendo adquirido esta noción de causalidad por la memoria, podemos extender la misma cadena de causas y, por consiguiente, la identidad de nuestras personas más allá de nuestra memoria, y podemos comprender tiempos, circunstancias y acciones que hemos olvidado enteramente, pero que suponemos en general que han existido. (197)
Así pues, por un lado, Hume pone en duda la existencia de un yo o de un alma poseedora de la identidad, ya que todo es percepción y memoria, pero, por otro, el ser humano sigue teniendo "el poder de actuar o de no actuar de acuerdo con las determinaciones de la voluntad" (Hume en Cabezas, 44), por consiguiente, será Sigmund Freud quien demuestre que esta voluntad no es del todo cierta, dado que: “El yo no es el amo en su propia casa” (Una dificultad del psicoanálisis, 135), es decir, que el sujeto no es dueño absoluto de su destino.
Normalmente no tenemos más certeza que el sentimiento de nuestro sí-mismo, de nuestro yo propio. Este yo nos aparece autónomo, unitario, bien deslindado de todo lo otro. Que esta apariencia es un engaño, que el yo más bien se continúa hacia adentro, sin frontera tajante, en un ser anímico inconciente1 que designamos «ello» y al que sirve, por así decir, como fachada: he ahí lo que nos ha enseñado —fue la primera en esto— la investigación psicoanalítica, que todavía nos debe muchos esclarecimientos sobre el nexo del yo con el ello. (El malestar en la cultura, 66)
Con respecto a este descubrimiento, en su libro Lacan y lo político, Yannis Stavrakakis nos recuerda que para el psicoanalista francés Jacques Lacan la humanidad ha sufrido tres golpes narcisistas a lo largo de su historia y que, de estos, “[…] el descubrimiento de Freud del inconsciente es más radical que las revoluciones copernicana y darwiniana, ya que éstas dejan intacta la creencia en la identidad entre el sujeto humano y el ego consciente” (35). La idea de un spaltung (escisión) que divide la conciencia del inconsciente trajo como resultado el preguntarse quién se es en realidad, enigma en el cual, por ejemplo, Robert Louis Stevenson basó su famosa novela El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. En este texto Stevenson nos presenta a un personaje, Jekyll (yo mato), que, en aras de la investigación científica, busca hurgar en lo más profundo de su psique. Su descubrimiento radica en darse cuenta de que dentro de él habita otro ser, Hyde (esconder, al que se le esconde), y esto lo logra por medio de una sustancia que lo vuelve inconsciente mientras el otro oculto se vuelve consciente. Es aquí donde podemos ver a dos identidades diferentes habitando en el interior de una sola persona. Estas entidades separadas por la barrera de la represión solo tienen una forma de poder comunicarse, y esta es por medio del lenguaje, utilizando mensajes que Jekyll escribe y a los que Hyde responde en una misma libreta. A medida que la sustancia va permitiendo que la barrera de la represión disminuya paulatinamente, lo inconsciente se va tornando consciente por más tiempo hasta llegar a la total destrucción de esa identidad conocida como el Dr. Harry Jekyll. Las últimas palabras de Jekyll son:
¿Morirá Hyde en el cadalso? ¿Tendrá la valentía suficiente para suicidarse en el último momento? Sólo Dios sabe, y a mí no me interesa: este es el momento real de mi muerte; lo que venga después, le concierne a otra persona. Cuando deje la pluma y proceda a sellar mi confesión, habrá llegado a su fin la vida de Harry Jekyll. (235)
1Es cita, razón por la que no se agregó el sc de inconsciente. A medio siglo de El malestar en la cultura, Sigmund Freud, Siglo XXI Editores, de este modo.
2 Las negritas son mías.
Birgit Jürgenssen, Untitled , 1979. Fotografía a color, 70 x 50 cm. Colección privada. Estate Birgit Jürgenssen / Bildrecht, Vienna.
Como podemos observar, en palabras del propio Jekyll, son dos identidades diferentes, una civilizada y una salvaje, las que habitan un mismo cuerpo, pero qué pasaría sí en ese cuerpo no existiera en realidad ninguna identidad, que esta solo fuera una ilusión. Pues son justamente las palabras de Jekyll y su libreta lo que nos lleva a otra perspectiva sobre este tema de la identidad. Tanto Jekyll como Hyde se comunicaban por medio de significantes y es aquí donde las palabras de Jacques Lacan toman sentido cuando, al invertir el Cogito ergo sum de Descartes, nos dice: “pienso donde no soy, luego soy donde no pienso” (484). He aquí el problema que Lacan nos presenta:
[…] el ego sólo puede ser descrito como una sedimentación de imágenes idealizadas que son internalizadas durante el período que Lacan denomina “estadio del espejo”. Antes de esta fase, el sí mismo como tal no existe como un todo unificado2. En el estadio del espejo, durante el período que se ubica entre el sexto y el decimoctavo mes de vida del niño, la fragmentación experimentada por el niño es transformada en la afirmación de su unidad corporal a través de la asunción de la imagen en el espejo. Así es como el niño adquiere su primera sensación de unidad e identidad, una identidad espacial imaginaria. (Stavrakakis, p. 39)
Debido a que esta imagen especular no es capaz de otorgarnos una unidad estable, solo queda otra opción: buscar esta unidad ratificándola y adquiriéndola en el lenguaje, habitando el lenguaje, es decir, encontrarnos en el registro de lo simbólico. Para llevar a cabo esto, el ser humano debe buscar la aprobación de su imagen especular en el representante del gran Otro (la madre por ejemplo). Es por esta doble alienación que, para Lacan, “[…] el ego emerge en lo imaginario, el sujeto emerge en lo Simbólico” (42).
El sujeto está condenado a simbolizar a fin de constituirse a sí mismo/a como tal, pero esta simbolización no puede capturar la totalidad y singularidad del cuerpo real, el circuito cerrado de pulsiones. La simbolización, es decir, la búsqueda de la identidad en sí misma introduce la falta y hace finalmente imposible la identidad. (55)
Por consiguiente, si queremos definir qué significa el término identidad desde esta perspectiva, seremos llevados inevitablemente a emprender una cadena de infinitos significantes que nunca llegarán al significado que yace en lo real. Así pues, no somos más que poseedores de un ego imaginario y de un sujeto simbólico, es decir, de una falta de ser. Si retomamos la pregunta inicial, de por qué el ser humano prefiere no cuestionar su identidad y lo que esta significa, podríamos proponer la siguiente respuesta: el ser humano no se cuestiona porque no quiere aceptar su falta de ser, de alma, de esencia o de sustancia. Tiene miedo de sufrir lo que Heinz Kohut llama angustia de desintegración. Es mejor vivir con la creencia de que se es un ser unificado, no desintegrado. Por esta razón, podríamos concluir diciendo que la gran mayoría de las personas estarían de acuerdo con las palabras que el locutor Jack Lucas, de la película The Fisher King, profiere al final de sus programas de radio: “¡Gracias a Dios que yo soy yo!” (4:11).
Jee Young Lee, Nightscape, 2012. © Jee Young Lee. Cortesía de OPIOM Gallery.
BIBLIOGRAFÍA
Assoun, P.L. (2008). Lacan. Buenos Aires: Amorrortu.
Cabezas, D. (2008). Hume Esencial: La razón es y sólo debe ser esclava de las pasiones. Barcelona: Montesinos/Esencial
Carbajal, E., D’Angelo, R. y Marchilli, A. (2000). Una introducción a Lacan. Buenos Aires: Lugar Editorial.
Descartes, R. (1972). Discurso del Método y Meditaciones Metafísicas. Lima: Editorial Universo S.A.
Mariano Ballesté Chorén es Profesor de Psicología de Universidad Humanitas.