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FOTOGRAFÍA Y LITERATURA

por Luigi Amara

LA APARICIÓN DE LA FOTOGRAFÍA REPLANTEÓ EL QUEHACER DE TODAS LAS PRÁCTICAS ARTÍSTICAS AL VISIBILIZAR UNA REALIDAD ANTES IGNORADA POR EL OJO HUMANO. EN LA LITERATURA, HONORÉ DE BALZAC BUSCABA REALIZAR UNA OPERACIÓN SIMILAR A LA DE LA CÁMARA: FIJAR LOS INSTANTES A TRAVÉS DEL DETALLE PARA DEVELAR LA RIQUEZA DE LO COTIDIANO.

Daguerrotipos del siglo XIX (de izquierda a derecha, de arriba a abajo): Félix Nadar, Retrato de Sarah Bernhardt, 1864; Félix Nadar, Retrato de Eugène Pelletan, circa 1 855-59; Félix Nadar, Autorretrato, 1854-1855; Félix Nadar, Retrato de Honoré Daumier, 1910; Félix Nadar, Retrato de Eugène Delacroix; Retrato de Édouard Manet, circa 1867-1870; Félix Nadar, Retrato de Claude Debussy, circa 1908; Félix Nadar, Retrato de Charles Baudelaire, 1855;

Si descontamos la pintura, rara vez reflexionamos sobre el efecto de la invención de la fotografía en las demás artes, en la literatura en particular. Sin embargo, como quedaría de manifiesto a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, la aparición de ese instrumento que prometía “escribir con luz” no sólo tendría repercusiones en las disciplinas propiamente visuales, sino que afectaría la sensibilidad en general, al revelar una franja de la realidad que hasta entonces había estado vedada al ojo humano, ya sea porque el aparato introducía el poder de detener el instante y entresacarlo del flujo continuo, ya sea porque, como aún suele suceder, esa realidad había estado tan a la vista de todos que casi nadie reparaba en ella.

Quizá no haya lugar común más extendido que el miedo a que la cámara nos despoje de una fracción de nuestro ser. Para algunos pueblos primitivos y no pocas mentalidades recelosas, la máquina sensible a la luz tendría la facultad de robarnos el alma; aprensión que en los albores de la fotografía acaso se justificaba por el grado de nitidez y profundidad alcanzado por ciertos daguerrotipos, como los retratos soberbios, descarnados y casi palpitantes que realizó Nadar, quizá beneficiados por la larga inmovilidad a la que, en aquel entonces, debían someterse los modelos para conseguir una buena placa. El propio Nadar refiere que uno de sus modelos más célebres, pero también más inabarcables y esquivos —Honoré de Balzac—, sufría de un “vago temor” ante la idea de ser fotografiado, y que ese temor debía mucho a la suposición antojadiza de que la fotografía apresa materialmente y consume o arranca una parte de la realidad, una de sus muchas capas. La rebuscada teoría de Balzac postulaba que “todo cuerpo en su estado natural estaba conformado por una sucesión de imágenes espectrales superpuestas en capas infinitas”, y que el invento de Daguerre no hacía sino separar y sustraer y fijar y almacenar la más fina de todas ellas, la más superficial de estas películas sucesivas equiparables a las de la cebolla, desprendida por el aparato a la manera de una exfoliación. En lugar del doble fantasmal que resulta del retrato pictórico (una inquietante trasposición de la persona en la tela que, en cierta medida, la confirma y prolonga y la hace vivir de nuevo y para siempre), la fotografía no participaría tanto de la mimesis cuanto de un delicado mecanismo de sustracción; antes que una representación o una copia del natural sería, desde este punto de vista, una muestra física, un vestigio: el almacenamiento de la piel más imponderable de la realidad.

Sospecho que la añeja y quizá no del todo superada aprensión que despierta la fotografía en cuanto dispositivo de despojo, en cuanto medio de apropiación infinitesimal del alma de las cosas, fue articulada de esa forma original y extravagante por Balzac porque en el fondo entendía a la cámara como una suerte de rival artístico. Sus reservas frente al nuevo instrumento serían parte de una teoría defensiva, que debe su carácter estrambótico y exagerado menos a una aversión atávica que a un sentimiento inconfesable de amenaza y competencia. Tal vez Balzac fue urdiendo esa explicación peregrina para contrarrestar el desconcierto que le producía descubrir, encarnada en una máquina, la operación que él mismo procuraba practicar en la escritura mucho antes de que se pusieran en circulación los primeros daguerrotipos. No en vano el autor del proyecto narrativo descomunal de La comedia humana fue un maestro en la descripción detallada de lo aparentemente minúsculo; no en vano dominó una técnica como de ampliación fotográfica y de énfasis en lo aparentemente insignificante, en la que está en juego no sólo el propósito de recrear cierta atmósfera hasta el límite de la exasperación y el sesgo sociológico, sino de disponer lo real, la representación de lo real, a la manera de un álbum, exuberante y minucioso, yuxtapuesto e hiperrealista, rico en acercamientos y en panorámicas, en el cual logra traer a primer plano elementos de la vida cotidiana que se suelen obviar, que se diría forman parte —y al mismo tiempo no— de la historia que se cuenta, y que en buena medida anticipa y prepara la llegada del álbum propiamente fotográfico.

Pensando en Balzac y en su escritura protofotográfica, en el afán de “verlo todo” y la habilidad para conjuntar lo variopinto y lo omnisciente —esa exacerbada e incluso se diría demoniaca atención al detalle, que en sus manos deviene también en una forma de penetración psicológica—, reparo en que, precisamente porque permite captar ese otro mundo que habita dentro de este mundo, ese espacio desconocido “que el hombre no ha elaborado conscientemente”; porque vuelve enorme cualquier banalidad y es capaz de dotar a todos sus asuntos de un exceso de relieve, la cámara fotográfica se presentó desde sus comienzos como un dispositivo inmejorable para la exploración y el desvelamiento de lo cotidiano, para sacar a la luz lo que ya está día y noche bajo la luz, para hacer patente y registrar lo que más tarde sería bautizado de “infraordinario” y de “infraleve”. Y quizás el primero en advertirlo haya sido precisamente quien ya estaba comprometido en ese tipo de búsquedas con un instrumento más antiguo y rudimentario como la pluma: Honoré de Balzac.

Louis-Auguste Bisson, Retrato de Honoré de Balzac, 1842.

No en vano [Balzac] fue un maestro en la descripción detallada de lo aparentemente minúsculo; no en vano dominó una técnica como de ampliación fotográfica y de énfasis en lo aparentemente insignificante […].

Félix Nadar, Autorretrato con su esposa Ernestine en un globo aerostático, circa 1865.

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Luigi Amara es escritor, paseante y editor. Ha escrito seis libros de poemas, entre los que destacan El cazador de grietas (Premio Elías Nandino, 1998) y Nu)n(ca (Premio Manuel Acuña, 2015). Entre sus libros de ensayo destaca Historia descabellada de la peluca (finalista del premio Anagrama de Ensayo, 2014). Vive en la Ciudad de México con su esposa e hijo.

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