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Cine mexicano, cines mexicanos…

por Abel Muñoz Hénonin

A pesar del contexto contemporáneo - globalizado, el cine, como muchas otras disciplinas, aún conserva tendencias a reproducir en sus historias estereotipos y folklorismos de los países de la periferia, incluido México. Este artículo hace una reflexión sobre la manera en que los propios cineastas mexicanos hacen uso o desuso de estas aparentes identidades nacionales.

Los festivales de cine europeos aún conservan algo de la búsqueda de lo pintoresco que los escritores viajeros, sobre todo ingleses y franceses, encontraron en Asia, los Balcanes, Escandinavia, África y América, durante los siglos XVIII y XIX. Así como los viajeros volvían en la noche a sus posadas a describir lo auténticamente local, que a menudo era una expectativa coloreando lo experimentado durante el día, los programadores suelen sentir debilidad por las películas que corresponden a una idea hecha y folklorizada de la mayor parte del mundo. El México empobrecido, semiárido e indígena o muy cercano a los pueblos originarios, es una apuesta casi segura, sobre todo si viene acompañado de decisiones estéticas solemnes. Lo mismo podría decirse de Bolivia, Indonesia o Kenia.

Con esto en mente, no es de extrañar que, por ejemplo, Carlos Reygadas se haya consolidado en el circuito festivalero desde su ópera prima, Japón (2003). La película tenía todo: estaba influenciada estéticamente por grandes directores como Andréi Tarkovski y Robert Bresson, ocurría en un pueblo francamente pobre, lleno de caras con fuerte ascendencia indígena y tenía abundantes texanas y magueyes, y, por si faltaba algo, había secuencias con el contenido sexual perfecto para shockear a quien se dejara escandalizar. Correspondía, por un lado, a la idea más estricta de cine autoral, y, por otro, a la imagen estereotipada de México. Y sin embargo, al mismo tiempo, en una de las primeras secuencias, un niño pelirrojo, juega un papel importante y anuncia a una familia criolla. Además, el personaje sin nombre que protagoniza la película, en su relación con Ascen (Magdalena Flores), establece más bien una dialéctica entre la Ilustración occidental y otro mundo con el que se topa constantemente en América, en gran medida, consecuencia de la llegada permanente de los europeos a partir del siglo XV. Si en la superficie Japón tiene un juego de autofolklorización, esa herramienta fue útil sobre todo para plantear una nueva lectura de México a partir de un lugar común.

Aunque cuando la película se estrenó era imposible saber que una de las preocupaciones centrales de Reygadas era plantear el choque como punto nodal de la historia de nuestro país, ya no hay duda de la búsqueda del cineasta en sus obras: en Japón un hombre culto y citadino se encuentra con una mujer sencilla y religiosa del campo; en Batalla en el cielo (2005), un chofer de barrio bajo se enamora de una niña bien; en Luz silenciosa (Stellet Licht, 2007), la aridez de Chihuahua y la música norteña se integran con la cultura menonita; en Este es mi reino (2010) y Post tenebras lux (2012), comunidades ricas y blancas se encuentran y chocan con comunidades pobres y cercanas a los pobladores originarios. México, antes que una unidad histórica y heroica de libro de la SEP, o de la uniformidad bucólica de las películas de la supuesta Época de Oro, es un país de encuentro y, por lo tanto, de desencuentro.

Desde una perspectiva mucho menos específica estamos hablando de un cambio de narrativa histórica que ha dejado atrás el nacionalismo sustentado en un relato progresivo y lineal

(1) érase una vez el gran imperio mexica

2) llegaron los españoles y “nos” sometieron

3) “nos” libramos de los yugos español, clerical y porfiriano

4) “nos” convertimos en un pueblo moderno)

por una visión fragmentaria, heredera, en el caso de Reygadas, de la primera gran globalización, la española y portuguesa de finales del siglo XVI y todo el siglo XVII. La Nueva España probablemente fue el primer territorio de carácter propiamente americano: a los cientos de pueblos originarios, se les sumaron personas, prácticas y objetos, de Europa, Asia y África y todo se mezcló y resignificó de diversas formas a lo largo de los reinos que se sumaron por siglos al virreinato. El hilo que vincula a una anciana indígena, o casi, de Hidalgo con un anabaptista de Chihuahua no está en un territorio unificado formalmente, mediante la estructura del Estado, sino en el proceso histórico anterior. Aún más, recuerda que debajo de la superficie de la comunidad imaginada como República Mexicana, hay una infinidad de comunidades reales, una infinidad de microhistorias.

Still de la película Batalla en el cielo, 2005. Director Carlos Reygadas. Cortesía Mantarraya Producciones.

Still de la película Japón, 2002. Director Carlos Reygadas. Cortesía Mantarraya Producciones.

Still de la película Post Tenebras Lux, 2012. Director Carlos Reygadas. Cortesía Mantarraya Producciones.

Queda preguntarnos si las películas mexicanas recientes se están ocupando de oponer relatos locales al gran Relato nacional. No y sí. No, porque, gran parte del cine se sigue haciendo desde la capital, la ciudad que nombró al país y que funciona como piedra angular del trazo unificador de México. No, porque muchos cineastas de provincia, incluso cuando tratan problemáticas de sus comunidades, tienen actores capitalinos que hablan en el dialecto del Altiplano de Anáhuac, por ejemplo, Los insólitos peces gato (2013) de Claudia Sainte-Luce, o Las elegidas (2015) de David Pablos. Sí, porque hay una infinidad de películas que sí se concentran en lo claramente local: Somos Mari Pepa (2013) de Samuel Kishi y sus secuaces tapatíos, Carmín tropical (2014) del oaxaqueño Rigoberto Perezcano. Sí, porque hay cintas que se desarrollan en panoramas amplios, mostrando la diversidad de lo mexicano como Los que se quedan (2008) de Juan Carlos Rulfo, o Los herederos (2008) de Eugenio Polgovsky.

Tras estas vistas al amplio panorama de las imágenes en movimiento mexicanas, se hace visible entonces un doble flujo, una situación paradójica: el relato nacionalista está tan vigente como los relatos localistas. Ambos polos, o mejor, esta suma de nodos que conviven, se contraponen, se comunican, tanto en nuestro territorio como en el circuito fílmico internacional. Si de algún modo se ve la diversidad mexicana desde un estereotipo, ese estereotipo está perpetuamente en duda. A su vez, esta situación puede leerse como una tendencia al nacionalismo y una tendencia al localismo, las cuales resultan vías de comunicación con el mundo que, en cierta medida, complejizan la idea de que hay unos doscientos países más o menos homogéneos. El nacionalismo es una forma de ceguera. En nuestras colonias, pueblos, aldeas, en nuestras hablas, idiomas o dialectos, en nuestros rasgos, que pueden ser otra forma de ofuscamiento, puede, sin embargo, haber otra manera de relatar la historia del mundo. Más íntima y distinta, y por eso, más común.

Abel Muñoz Hénonin edita Icónica y la Gaceta Luna Córnea. Escribe Japón, la columna en línea sobre cine mexicano de Código, e imparte clases en la Universidad Iberoamericana. Coordinó junto con Claudia Curiel los libros Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012) y Documental (2014).

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